Relato extra: Ophelia

Quienes habéis cruzado las puertas de Ophelia sabéis que es muy complicado hablar de esta historia sin desvelar nada importante, pero necesitaba volver a cruzar sus puertas una vez más (y creo que
vosotros también). 

Este relato es como Ophelia y está lleno de secretos cantados a media voz que quienes hayáis leído entenderéis. No tiene spoilers. Podéis leer a salvo incluso si no conocéis la historia. Por eso creo que hay dos lecturas, dos relatos, aunque el significado es mucho más bonito en el relato donde ya conocéis a todos los personajes.

Espero que lo disfrutéis. 

Helena

En aquel momento supe que siempre querría recordarla así.
La había visto en escenarios parecidos a lo largo de los últimos meses: ella a oscuras allí arriba y, abajo, las luces difusas de la ciudad, el viento agitando su melena castaña, sus pies tentando a la muerte en el último escalón y la sonrisa… esa sonrisa por la que subiría al cielo y bajaría después al infierno tras ella.
Pero aquel día fue diferente: había algo más. Helena me miró y me di cuenta de que yo nunca había sido tan feliz. No había luces a sus pies, solo la profunda oscuridad de un mar azul que parecía intentar engullirnos con cada embestida. Hoy no, parecía responder Helena cada vez que balanceaba los pies sobre su vacío infinito. Aquella noche el viento tampoco arrastraba consigo el rugido del tráfico lejano, sino que traía una canción de olas y sal. Así sabía su piel, la había probado antes y volvería a probarla después, cuando lográramos bajar de allí.
—Hemos alcanzado la cima —susurró, sentada al borde del precipicio.
Su voz adquirió un efecto especial allí arriba, los dos solos en lo más alto del mundo. Tuve que alzar la mano para rozar su mejilla y comprobar que fuera real. Helena se inclinó ante el contacto, cerró los ojos y sus pestañas me hicieron cosquillas en las puntas de los dedos.
—Y ahora debemos volver a casa —le dije.
Teníamos un largo camino por delante si queríamos llegar a tiempo. Si no lo hacíamos Daniel nos mataría.
—Mañana es el día —murmuró, con una nota de incredulidad.
Sus ojos eran del color dorado de los sueños que se cumplen.
—Mañana —repetí.
Me puse de pie, le tendí la mano y ella me miró desde abajo antes de tomarla.
Bajar no fue tan duro como subir, pero el vértigo continuó allí hasta que alcanzamos tierra firme.
Dejamos atrás el mar y la oscura certeza de su oleaje.
Helena se subió al asiento del copiloto y me miró esperando a que partiéramos. Antes de hacerlo, sin embargo, me incliné sobre ella, pegándome descarada e innecesariamente a su cuerpo, y le arranqué una risa que siempre encendía algo en mí. Pero no me dejé llevar por la necesidad de hundir los dedos en su pelo, de acariciar la piel desnuda de su cuello, de besar la comisura de sus labios… Aún no.
Tomé un rotulador de la guantera, donde guardábamos todos los mapas en los que íbamos trazando cruces de pirata en los lugares más altos, y extendí una mano hacia ella. La tomé del brazo, apoyé la punta entintada sobre su piel y en ella escribí:
«Página 213, línea 18, últimas dos palabras».
Helena parpadeó.
—¿En qué libro?
—En uno azul, por fuera y por dentro.
—¿Es que no vas a decírmelo? —preguntó, y había algo desafiante en la cadencia, algo que me dijo que ella tampoco quería una respuesta, no tan pronto; deseaba pelear por ella.
Sacudí la cabeza.
—Tenemos tiempo hasta que lo encuentres, ¿no te parece?
Helena, con el pelo húmedo por la brisa, los ojos brillantes a pesar de la oscuridad y esos labios divertidos que me moría por besar, sonrió.
No contestó. No hizo falta.
Fue ella, a pesar de mis ganas, la que se inclinó para robarme un beso que entregué sin mucha resistencia. Se subió a horcajadas sobre mi regazo y dejaron de importarme Daniel y sus amenazas para que volviéramos pronto.
Dejó de importarme el tiempo, al que le robamos un lapso de aquella noche en ninguna parte; una fracción de eternidad que en los brazos del otro sería nuestra para siempre.