Prólogo
El Pozo de las mentiras
ERI
Tenía quince años, y mi vida estaba a punto
de cambiar.
Aquella sería la última vez que visitaba el santuario Kamigamo y que celebraba el festival de Aoi Matsuri. No volvería a ver los cerezos en flor del parque Maruyama, ni el reflejo dorado del santuario Jishu sobre el lago. Al día siguiente cogería un vuelo que me llevaría lejos de Kioto para siempre y estaba asustada.
—¡Eh, Yui! ¿Qué haces aquí? Te estamos esperando.
—¡Eh, Yui! ¿Qué haces aquí? Te estamos esperando.
Alguien me confundió con otra persona. En cuanto me di
la vuelta hacia él esperé que se disculpara y me dejara tranquila. No lo hizo.
—¿Es que no me has oído? ¡Vamos! —me apremió, y me
hizo un gesto con la cabeza mientras todavía seguía acercándose a mí.
—Creo que te confun…
No llegué a terminar la frase. El hombre me agarró del
brazo y tiró de mí. Parecía tener mucha prisa.
Antes de que pudiera volver a protestar, una voz nos
interrumpió.
—Deja a esa chica, Usui.
Los dos nos volvimos hacia el lugar del que provenía la
voz. Una mujer vestida con yukata, el traje tradicional, nos miraba tranquila,
con las manos cruzadas sobre el regazo y una expresión serena. Los dos nos
quedamos quietos, pero el hombre acabó moviéndose para mirarme detenidamente y
luego mirarla a ella.
Cara redondeada, pero rasgos marcados. Pómulos
prominentes, barbilla pequeña y ojos grandes. Tenía una mirada relajada y que
parecía por encima de cualquier problema mundano. Era muy hermosa.
Sin embargo, lo que más me impactó, igual que impactó
al hombre que tenía justo al lado, fue el parecido.
Éramos prácticamente iguales, como dos gotas de agua.
Ella también pareció sorprendida cuando me miró, pero
de una forma distinta, como si la curiosidad no fuera suficiente para
molestarse en mudar su expresión.
Lo único diferente era el pelo; su larga melena blanca
y brillante, recogida en un cuidado peinado. Además, parecía mayor y poseía una
belleza delicada, casi espectral, que ni siquiera yo, con rasgos tan parecidos,
albergaba.
No llegué a escuchar qué respondió el hombre, si es
que dijo algo. Tampoco volví a escucharla a ella. Alguien tiró de mi brazo y,
esta vez, me dejé arrastrar porque era Matvey.
—¿Estás loca? —preguntó—. ¿No te das cuenta de que son
de los otros?
Los
otros había adquirido varios significados durante los
últimos meses. Sin embargo, lo que significaba al fin y al cabo era que
pertenecían a una organización japonesa, y yo debía mantenerme alejada de
ellos. Ekaterina Kozlov no tenía problemas con los japoneses, pero era mejor no
acercarse mucho.
Estuve a punto de pedirle que se detuviera, que mirase
a esa chica que era igual que yo, pero no me atreví a hacerlo.
Dejé que me llevara lejos de ellos. No hice preguntas.
Y esperé.
Tal vez, en otro momento, lo habría guardado como una
anécdota. Dicen que todos tenemos al menos una persona idéntica a nosotros en
algún lugar del mundo, ¿no? Resulta que la mía estaba en Kioto. Pero aquel día
necesitaba respuestas. Tal vez, buscase otras más difíciles, imposibles, y tuve
que conformarme con esas.
La busqué cuando Matvey dejó de prestarme atención. No
era fácil, siempre estaba pendiente de mí, y yo agradecía un tipo de atención
que nadie me había prestado jamás, pero en momentos así era problemático.

No tuve que alejarme mucho. Se detuvo cuando llegamos
a uno de los pozos del bosque. Lo conocía. Era el Pozo de las mentiras.
La vi allí sentada y no supe qué hacer. Estábamos
suficientemente lejos del templo como para que el silencio del bosque se
impusiera entre las dos, pero suficientemente cerca como para que las luces del
camino iluminasen sus rasgos. Tan parecidos a los míos…
—Es el Pozo de las mentiras —le dije, porque no sabía
cómo empezar aquella conversación.
—Lo sé —respondió, y yo me sorprendí. Poca gente sabía
para qué había sido levantado aquel pozo. Hacía tiempo que fue olvidado. Tadasu
no Mori es un bosque primitivo y antiguo, que crece sin control. Hace mucho que
no pertenece al hombre. Es salvaje; hermoso y aterrador al mismo tiempo.
Nadie le rezaba al dios de las mentiras, salvo yo.
—Perdona que te haya seguido, pero es que eres…
No llegué a terminar la frase. Ella sonrió y me hizo
un gesto delicado con la cabeza. Quería que me acercase.
Caminé hasta llegar a su altura y alzó una mano hacia
mí, hacia mi rostro.
—Si me lo hubiesen contado, no lo habría creído
—susurró.
En eso también éramos diferentes. Tenía una voz dulce,
un tono meloso y unos gestos gráciles y delicados.
—¿Cuántos años tienes?
—Quince —respondí.
Ella volvió a sonreír. Lo mucho que se parecía aquella
a mi sonrisa me asustó un poco. Igual de corta, igual de triste.
—Yo era un poco más joven que tú cuando crucé la
puerta a esta vida. —Supe a qué vida se refería sin necesidad de que lo
explicara—. Pero ya hace mucho de eso y yo estoy cansada. Hay puertas que no
volveré a cruzar nunca más, porque ya no soy capaz. Solo queda una, una puerta.
Entonces no supe qué responder, porque no sabía a qué
se refería.
No podía dejar de mirarla. Parecía algo mayor que yo,
pero seguía siendo joven y hermosa. Ese pelo blanco, tan blanco como la nieve,
no le robaba ni un ápice de juventud.
Me dio la espalda para asomarse y mirar dentro del
pozo.
—Ten cuidado. Dicen que no tiene final.
—Todo tiene final, incluso el pozo sin fondo de las
mentiras —replicó, con una calma antinatural, demasiado fría. Volvió a mirar
dentro y una luz brilló en sus ojos—. La leyenda dice que una shikome aguarda
al otro lado para llevarse al inframundo a aquel que incumple sus promesas, a
aquel que miente.
—Como a Izanagi —adiviné.
La chica del yukata me miró con curiosidad. Conocía la
leyenda de la shikome; conocía muchas leyendas. Quizá porque durante unos
segundos me gustaba creer que existía un mundo más allá del nuestro; incluso si
era perturbador e inexplicable. Lo importante era que había magia.
—El dios Izanagi incumplió la promesa que le hizo a su
mujer después de morir, y esta envió desde el inframundo a una shikome que lo
persiguiera. ¿Sabes cómo es una shikome?
—Tiene la carne podrida, las cuencas de los ojos
llenas de gusanos y la piel pálida y llena de pústulas —murmuré.
La chica del yukata bajó la vista de nuevo, y un
escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Cómo te
llamas? —preguntó, al volver a alzar el rostro.
—Eri.
Pensé en Matvey. En sus ojos marrones, su mano tendida
hacia mí, su promesa de una vida mejor.
—Muchas veces. ¿Tú crees en el destino?
No sabía muy bien por qué hacía aquellas preguntas.
Solo quería seguir hablando con ella, buscando algo que la hiciese distinta a
mí, un rasgo inequívoco, que nos hiciera completamente diferentes y rompiera la
magia. No lo había.
Ella se encogió de hombros.
—Puede que estés aquí para verme cruzar la última
puerta, para que tú no la tengas que cruzar. ¿Sabes dónde te estás metiendo
cuando te juntas con esas personas?
Fruncí un poco el ceño y miré atrás. Quizá debería volver.
Ya me había arriesgado mucho y Matvey andaría buscándome.
—Lo siento, pero tengo que irme.
—Yo también me voy —contestó ella.
Me quedé ahí de pie, aguardando, pero ni hizo ningún
amago de levantarse del borde del pozo. Mejor así. Prefería no volver con ella
al templo. Era mejor que nadie nos viese juntas. Al fin y al cabo, era parte de
los otros.
Le dediqué una última mirada. Un último vistazo a ese
reflejo perfecto. Ella solo sonrió.
Eché a andar en dirección al templo. Sin embargo, me
detuve cuando me di cuenta de que si no preguntaba lo que quería saber, la misma
idea me acosaría para siempre: ¿cuál era la última puerta?
Escuché un ruido antes de volverme. Un golpe acuoso,
distante y frío. Ella ya no estaba.
La pregunta murió en mis labios.
Busqué a la chica en el bosque.
Y la oscuridad me devolvió la mirada.
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